Crónica de un argentino suelto en Heathrow

Yo no quería problemas. De verdad.
Viajaba con lo justo, con la ilusión de ver a mis nietos en Irlanda, y con un tarro de dulce de leche en la valija. Un tarro grande, lleno de amor. No era Nutella, ni pasta de maní, ni armas químicas. Dulce de leche. El de verdad, el argentino.

Pero ahí estaba yo, otra vez, en la aduana del aeropuerto de Heathrow, Inglaterra.
Ya me había pasado antes. Me tocaba pasar por control, como siempre que volás por British desde España rumbo a Irlanda. Y como siempre, los ingleses te reciben como si entraras a su castillo a patearles el té de las cinco.

Escanean la valija, ven el tarro, lo sacan como si fuera un kilo de cocaína.
–What is this? –dice el tipo, con una cara mezcla de desprecio y protocolo.
–Dulce de leche –le digo yo, todavía con una sonrisa.
–It’s not allowed.
–Pero es para mis nietos, hombre. Es como el caramel de ustedes. Es para ponerle a la tostada.

No hay caso. Me dice que son más de 200 ml y que no se puede pasar.
Yo, ya empezando a perder la paciencia, discuto. Trato de explicarle que no es líquido, que es tradición, que soy abuelo. Nada. Me mira como si le estuviera contando la historia del unicornio nacional.

Y ahí, en el momento exacto en que se mezcla la impotencia, la injusticia y la furia argenta, me sale la puteada:
–Nigger motherfucker.
Como en las películas de Tarantino. Como lo dice Samuel L. Jackson cada cinco minutos. Porque justo, justo, estaban dando The Hateful Eight en el avión, y ahí el tipo lo dice con ritmo de cumbia: nigger motherfucker, nigger motherfucker.

Y claro, yo me olvidé que no estoy en Boedo ni en Caseros, estoy en Londres.
El tipo me mira fijo, llama a un compañero. Llaman a otro. Llaman a seguridad. Me rodean. Me siento como si hubiera amenazado con estallar una bomba con forma de flan.

Trato de explicar:
–Es una expresión del cine, no es contra vos. La usan en las películas, el actor es negro, no es ofensivo allá.
–Here it is offensive –me dice uno con los ojos fríos.
–Okay, okay. I take it back. Pero que me devuelvan el dulce de leche.
–No.

No me lo devolvieron. Ni el dulce de leche, ni la dignidad.

Cuando llego a Irlanda y le cuento a mi hija, me caga a pedos.
–¿Cómo vas a decir eso, papá? ¡Estás loco! ¡Casi terminás preso!
–Pero si lo dicen en la tele, en todo el mundo…
–¡Eso no te da derecho a decirlo vos! ¿No sabés lo que significa?

Y ahí entendí algo:
Las palabras que para nosotros son parte de un guión, allá son dinamita.
Lo que acá suena a película, allá se siente como una agresión real.
Y uno, por más argentino y calentón que sea, tiene que aprender a hablar el idioma del respeto, incluso cuando le incautan el postre.

Y así fue como aprendí que un tarro de dulce de leche puede volverse un artefacto prohibido, y que una palabra de película puede casi mandarte en cana.
Pero también aprendí que ser argentino afuera es caminar al borde del malentendido constante, y que a veces el cariño se nos escapa con los mismos modismos que en otro idioma suenan a bomba.
Me quedé sin dulce de leche, pero llegué.
Y cuando mis nietos me abrazaron en el aeropuerto de Dublín, entendí que el idioma que vale en serio no es el inglés, ni el argentino: es el de la ternura.

Igual, desde entonces, me quedó una duda existencial:
¿Ahora qué hago con Romaña y con Roca Sánchez? Siempre les dije “negro” con cariño, como se dice en el tablón. Y ahora no sé si estoy siendo tierno o bruto.
Mejor los abrazo. Eso no tiene traducción.