por *Guillermo Faviano (publicado en La Mañana de 25 de Mayo el 3/9/2021)

La elección primaria en la que se elegirán candidatos a cargos legislativos, invita a reflexionar sobre los principios de la representación popular y sobre las cualidades de quienes deben necesariamente representar al pueblo, al no poder éste gobernarse por sí solo.
El problema de la calidad de las representaciones políticas no es nuevo. Ya en 1884, Leandro N. Alem, en el acto con motivo del asesinato del senador por San Juan, Agustín Gómez, expresó: “El nivel moral del país ha decaído… El desaliento, el quebranto, la inmoralidad no surgen de los bajos fondos sociales: viene de sus alturas… Hoy se sacrifica todo, el honor, la palabra, la fe jurada ante los hijos y la Patria, por descender a los goces materiales… Hoy no se busca la posición política para poner a su servicio, talento, carácter, patriotismo, sino para que aquella sirva a los fines de fugaces caprichos, de oscuros bienes, de miserables sueños.”
Han pasado casi 138 años y las palabras del gran prócer, son insuficientes en relación a muchos de los actuales aspirantes a ocupar escaños legislativos.
No siempre se eligió a los gobernantes por el voto popular. En la antigua Grecia se los elegía por sorteo. Se consideraba que el azar era la forma más democrática de elección de un gobernante porque todos estaban en igualdad de condiciones de acceder a los cargos de gobierno. El sorteo no se realizaba entre todos los ciudadanos sino solamente entre los que se ofrecieran como candidatos. Para Aristóteles el método del sorteo era más democrático y más justo ya que veía en la elección popular rasgos aristocratizantes u oligárquicos por la influencia directa o indirecta de las minorías en la decisión mayoritaria. De hecho, todas las opciones conque cuenta el elector en la próxima elección son el resultado de la digitación por parte de élites minoritarias: ningún candidato pasó, no ya, por una elección interna lo cual sería mucho pedir, sino, ni siquiera, por una asamblea.
En Grecia todo el sistema giraba en base al principio de rotación en el cargo, de modo que no se diferenciaban gobernantes y gobernados. Los ciudadanos debían ser, alternadamente, una vez ciudadanos y otra vez gobierno. Según Aristóteles esa alternancia entre una vez mandar y otra obedecer hacía a la virtud de los ciudadanos. Por el contrario, hoy se tiende a la perpetuación en el poder. Las reglamentaciones electorales y los dirigentes de los partidos, pergeñan mecanismos que solo sirven a las burocracias partidarias para mantenerse en los cargos y para gozar de los beneficios del empleo estatal jerarquizado. Antes, el ascenso social estaba determinado por un título universitario o por el trabajo tenaz y responsable en la faz privada; hoy, se busca el ascenso social o la mejora económica a través del cargo público, que si bien no brinda el prestigio de otrora, garantiza el acceso a los “goces materiales” que mencionaba Alem.
También el sorteo fue utilizado por las Repúblicas italianas de la Edad Media y del Renacimiento. Florencia y Venecia, entre las más destacadas cultivaron el sistema que se consideraba igualitario: todos los ciudadanos que deseaban ocupar cargos tenían la misma chance de llegar al poder y al evitarse el resentimiento del derrotado que nada podía objetar a la justicia del sorteo, se aseguraba su colaboración.
Pero, por distintas y muy atendibles razones, terminó imponiéndose el voto popular para la selección de gobernantes. Una de ellas era que no cualquiera estaba en condiciones de gobernar a sociedades con mayor complejidad. Montesquieu confiaba en la “habilidad natural de la gente para elegir los méritos” de quienes iban a gobernar.
James Madison, el célebre constitucionalista norteamericano sostenía que debía elegirse como gobernantes a “los hombres de mayor sabiduría o discernimiento o mayor virtud para perseguir el bien común de la sociedad”.
Fue así imponiéndose, el “principio de distinción” consistente en que los representantes debían ser socialmente superiores -superioridad bien entendida- a quienes los eligieran. Los representantes debían sobresalir en talento y virtudes.
El representante del pueblo, no debía ser uno más, no podía ser cualquiera sino el mejor capacitado para resolver problemas ya que debía defender no solo los intereses inmediatos de sus electores, sino debía ser un visionario con sentido común que, por su conocimiento de la historia de su pueblo y de la humanidad, encarara con solvencia los problemas del presente y fundamentalmente, los del porvenir, no siempre tenidos en cuenta por la falta de perspectiva del hombre común, que no tiene por qué tener la visión de un estadista. Por tal razón, un diputado es Diputado de la Nación y no diputado del pueblo, y un concejal lo es de la Municipalidad y no concejal del pueblo de la municipalidad que lo eligió. Los alcances de la representación del representante exceden a la masa electoral que lo votó.
Con las imperfecciones propias de toda realidad, los partidos políticos argentinos hasta 1983, respetaron la consigna de llevar como candidatos a los más capaces tanto sea por su desinterés material como por sus calidades intelectuales y por su conducta pública y privada.
En la actualidad, en la sociedad posmoderna de debates superficiales y donde el hombre común no acepta serlo en nombre de un supuesto saber, una pseudo cultura que le brindan los medios de comunicación y que es mera información pero no conocimiento, se ha ido esfumando el recaudo de que el candidato debe satisfacer la exigencia de la idoneidad y se acepta que “cualquiera aspire u ocupe cualquier cargo”, así el “principio de distinción” basado en la mayor idoneidad se ha distorsionado en aras de la “cualquierización”. El hijo, la hija, el marido, la esposa, el amigo incondicional, la amiga incondicional, etc. pueden llegar a ser condiciones decisivas y hasta excluyentes para acceder a una lista en detrimento de la capacidad y la preparación.
No se les exige a los candidatos, ni en los poquísimos debates que en épocas electorales suelen realizarse, ni en las notas periodísticas las más de la veces complacientes ante la falta de periodismo verdaderamente independiente, una demostración del conocimiento que deberían tener los candidatos de los distintos problemas del Estado y de la sociedad. Así, sin programas, sin propuestas concretas, los candidatos se presentan más como un producto a consumir, como una figura del llamado “show bussines” (mundo del espectáculo) que como seres que invitan a que apoyen, no su persona sino las soluciones concretas de corto, mediano y largo plazo que proponen, haciendo a la vez pensar al electorado sobre los grandes problemas nacionales, provinciales y municipales irresueltos, los que que deliberadamente esquivan.
La “cualquierización” ha provocado la proliferación de candidatos sin programas, políticos sin partidos y militantes que al ser empleados públicos responden más a su jefe en el Estado que a los ideales que, se supone, motivan su participación política.
Se cree que en el proceso de “cualquierización” de los órganos legislativos, el desconocimiento del legislador queda suplido con el que le brindan sus asesores: “que vaya, total después ya le dirán lo que tiene que votar”. Pero esto es una burla a la voluntad popular porque la superioridad de conocimientos e intelectual del asesor suele ser tan manifiesta, que el asesorado no está en condiciones de distinguir el acierto o error del asesor, siendo éste quién realmente define la decisión del representante. Tradicionalmente, salvo en temas muy específicos, el político sabía más que el asesor o estaba en condiciones de evaluar, con verdadero criterio político, cualquier tema que requería conocimientos muy especiales. Hoy eso rarísimas veces ocurre.
En la actualidad es evidente que se está perdiendo la figura del político tradicional que solía ser no solo un tribuno parlamentario sino también un conferencista y hasta un académico de nota, y cuando no, un verdadero autodidacta dedicado permanentemente al estudio de los problemas de su pueblo. Para ser político había que “saber”, hoy, lamentablemente, desde 1989, la comunidad es ajena a esa exigencia y si bien la sabiduría del gobernante no es garantía absoluta de su acierto y la historia así lo demuestra, mucho menos lo es, su ignorancia y su improvisación.
*Convencional Nacional de la UCR